Realidad Profesional | Revista del Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la Provincia de Buenos Aires y su Caja de Seguridad Social
Probablemente ningún economista clásico confiaría en las emociones como factor determinante en la decisión de compra. Los tiempos han cambiado y los avances en el estudio del funcionamiento del cerebro en relación al proceso de toma de decisiones han forzado el agregado de la expresión “neuro” a todas las disciplinas dando lugar a la neuroeconomía, el neuromarketing... las neurociencias.
Se generó entonces una corriente interdisciplinaria que cambió la forma de explicar el comportamiento económico real frente al matemáticamente prescrito. Una corriente que puso en manos de los profesionales en ciencias económicas otras herramientas para asesorar a las empresas deseosas de fidelizar a sus clientes, aumentar su nivel de ventas y -en épocas difíciles- sobrevivir.
Ante dos productos iguales, un consumidor racional elegiría el más económico. Y entonces las empresas solo competirían por los precios. Pero no sucede así en la economía real. ¿Por qué? Porque el 85% de las conductas de los consumidores son profundamente irracionales.
Lo afirma Martin Lindstrom, uno de los más reputados especialistas en neuromarketing, y lo respaldan una serie de estudios recientes nacidos a partir del interés de nuevas corrientes de pensamiento que dieron vuelta la página del capítulo “Economía clásica”, donde se descreía de la influencia de las emociones en la toma de decisiones, para comenzar a escribir el capítulo “Economía conductista” basado en la irracionalidad de las decisiones de consumo e inversión.
Uno de los primeros experimentos que se realizaron en este sentido (que tuvo su correlato en una popular campaña publicitaria) es el conocido como “Desafío Pepsi” con el que se comprobó que la preferencia de los consumidores por la marca Coca-Cola no tenía directa relación con el sabor del producto (al que no podían identificar en una comparación con el de la competencia), sino con otras sensaciones que apreciaban al elegirlo.
El experimento fue llevado a cabo en la década del 70 por un científico estadounidense director del Laboratorio de neuroimágenes de una prestigiosa institución de medicina en Houston. Allí sometieron a varios sujetos a pruebas con resonancia magnética funcional (fMRI) mientras les ofrecían probar, en la primera parte, Coca-Cola y Pepsi en copa de cristal sin informar cuál contenía cada una.
En la prueba a ciegas, más del 50% prefirió el sabor de Pepsi. Pero en una segunda parte, los voluntarios vieron la marca de la bebida antes de probarla y entonces el 75% eligió Coca-Cola. En esta oportunidad, además de actividad en el área del cerebro encargada de las decisiones racionales se observó también actividad en el área vinculada a las emociones.
Esta doble activación hizo pensar a los investigadores que existía una pulseada entre el pensamiento racional y el emocional; un breve momento de indecisión luego del cual vencía la fuerza emocional. Confirmaron entonces que los consumidores poseen, en una inmensa mayoría, una atracción irracional por la marca Coca-Cola, en perjuicio de Pepsi, de similar sabor y calidad; muy probablemente provocada por la gran labor publicitaria llevada a cabo, a lo largo de las décadas de campañas que favorecieron la identificación emocional con la marca.
El estudio demostró el poder de las marcas, cuya influencia es capaz de modificar el funcionamiento cerebral de modo que la información sensorial queda relegada a un segundo lugar a la hora de optar y justificó entonces el interés de las empresas por florecientes áreas como la publicidad, el branding, el marketing, y un etcétera extenso como tan larga sea la fila de consumidores disponibles.
El experimento de las gaseosas ayudó a entender el poder de las marcas cuando los productos son similares en calidad y precio. ¿Pero qué sucede cuando se trata de productos con notorias diferencias? ¿Elegimos racionalmente entre calidad y precio?
En este sentido, investigadores españoles se propusieron evaluar la irracionalidad de nuestras decisiones y para ello ofrecieron a los consumidores dos tipos de bombones de chocolate: unos de marca reconocida y excelente calidad a 15 pesos cada uno (valor simulado), y otros de marca desconocida y baja calidad a solo 1 peso. El 27% eligió los bombones más baratos, prefiriendo la mayoría los de mayor calidad.
Luego decidieron rebajar $1 el valor y entonces los bombones de la marca prestigiosa quedaron a $14 y los otros… ¡gratis! El resultado se invirtió: el 69% eligió los chocolates “de regalo” y solo el 31% continuó con su preferencia por la calidad.
Los estudios del cerebro con resonancia magnética probaron que la palabra “gratis” impone una cuota de alegría, un reclamo irresistible, una fuente de excitación. Aseguran los especialistas que el origen se encuentra en que los humanos sentimos un miedo intrínseco a perder y cuando aparece algo gratis, no existe ese temor, no hay posibilidad de pérdida.
Entonces ante estas dos opciones (no perder, versus perder) la primera alternativa será la elegida por encima de la segunda, a pesar de los beneficios que esta pueda representar. Ahora quizás se entienda porqué las empresas optan por hacer promociones de sus productos del estilo “tres al precio de dos” en lugar de bajar los precios. Una diferencia en el precio no tiene la misma fuerza de venta que la entrega de un producto “regalado”.
Otro experimento que demostró la importancia de adherir emociones a las publicidades y a las marcas, fue el que llevó a cabo la empresa Sony para diseñar el spot publicitario con el que promocionó sus televisores de la línea Bravia (los primeros LCD).
Mediante una técnica que se conoce como neuro-trace (encefalograma, electromiografía, ritmo cardíaco y respuesta galvánica de la piel), se midió la respuesta emocional y el índice de respuesta cognitiva o nivel de atención que presta el sujeto a distintas versiones de un anuncio.
Ambas versiones coinciden en mostrar las calles de San Francisco como el escenario en el que 250.000 pelotas de colores rebotan sin destino claro y culminan en la típica aparición de un slogan, el producto y la marca. El aspecto diferenciador lo aportaba una rana que aparecía en una de las versiones saliendo de una tubería y arriesgándose a cruzar.
Los estudios realizados comprobaron que la aparición de la rana provoca una “reacción positiva” que eleva la atención hasta que aparece el segundo estímulo: el producto y la marca. O lo que es igual, la ausencia de un estímulo emocional establecía un piso bajo de atención a la aparición de la marca.
Probablemente ningún economista clásico confiaría en la aparición de una emoción como factor determinante en la decisión de compra. Los tiempos han cambiado y los avances en el estudio del funcionamiento del cerebro en relación al proceso de toma de decisiones han forzado el agregado de la expresión “neuro” a todas las disciplinas dando lugar a la neuroeconomía, el neuromarketing… las neurociencias.
Se generó entonces una corriente interdisciplinaria que cambió la forma de explicar el comportamiento económico real frente al matemáticamente prescrito. Una corriente que puso en manos de los profesionales en ciencias económicas otras herramientas para asesorar a las empresas deseosas de fidelizar a sus clientes, aumentar su nivel de ventas y -en épocas difíciles- sobrevivir, como la rana.